LLUVIA, HIERRO Y ROCK AND ROLL, HISTORIA DEL ROCK EN EL GRAN BILBAO (1958-2008)


Otro de los artículos que he dejado para que vayan publicándolos, noticia de los amigos wildcat.

Álvaro Heras Gröh formó parte en los 90 de la escena musical bilbaína al ser miembro de Bonzos, uno de los grupos estrella del denominado Getxo Sound, y los Painkillers. Tras dejar los escenarios se dedicó a investigar en la escena musical bilbaína. Sus orígenes en los 60 con grupos famosos en todo el país como Los Mitos y locutores radiofónicos como José María Íñigo, hasta la actualidad. Todo este trabajo lo ha publicado en forma de libro, 'Lluvia, hierro y rock n’ roll (historia del rock en el Gran Bilbao de 1958 al 2008)' , un completísimo trabajo de investigación que casi lo convierte en un estudio antropológico. "La idea surgió a comienzos de 2003, nos cuenta Álvaro. Los grupos en los que tocaba se habían separado y sentía la necesidad de seguir implicado en un proyecto que tuviese que ver con la música. Se me ocurrió la idea del libro y tras darle muchas vueltas vi que tenía ganas, tiempo y fuerzas, así que me lancé".
Álvaro tiene en la actualidad 36 años y, evidentemente, hay mucho de lo que aparece en el libro que no ha podido vivir en primera persona. Por ello se limita a ser mero espectador, lo mismo que el lector, y deja el protagonismo a todos los que participaron en la creación de la escena musical bilbaína que van desarrollando la historia con sus recuerdos, declaraciones y anécdotas de un modo parecido al que se hiciera en la historia del punk americano "por favor, mátame". Álvaro tenía bien claro cómo desarrollar el libro. "Cuando abordas un proyecto de este tipo no te planteas cuestiones como la edad que tienes o si viviste o no épocas o periodos de tiempo sobre los que vas a escribir. Por esa regla de tres nadie escribiría. Yo sabía que iba a ser complicado pero también sabía cómo hacerlo. Intuía que todo iba a ser cuestión de tiempo, entusiasmo y perseverancia".
Contando con la ayuda de los archivos personales de músicos, periodistas y gente relacionada con la música, el libro de Álvaro Heras está plagado de fotografías, entradas y afiches de conciertos y mil y un detalles curiosos. Así descubrimos que a mediados de los 70 en discotecas bilbaínas actuaban en directo artistas de la talla de Tom Jones o Billie Davis en pleno éxito de sus carreras o que por su Pabellón de Deportes lo hicieran grupos como Suzi Quatro, Electric Light Orchestra o Uriah Heep y que en 1973 una discoteca organizaba una convención Gay Power con proyección de vídeos de Bowie, Sweet y Lou Reed. ¡Casi nada para una ciudad de provincias en plena dictadura!
'Lluvia, hierro y rock n’ roll' pueda ser considerado casi una enciclopedia y manual de consulta en sus casi 500 páginas de apretada escritura
En plena expansión turística que está sufriendo en los últimos años Bilbao, cualquiera podría pensar que han sido todo facilidades a la hora de poder editar el libro. Mientras otras ciudades han tenido todo tipo de ayudas institucionales a la hora de promover sus 'movidas', Álvaro se ha encontrado con muchas puertas cerradas, hasta el punto de tener que crear Ediciones Sirimiri para que su trabajo de cinco años pudiese ver la luz. "El libro lo he tenido que autoeditar pidiendo un crédito. Fue muy decepcionante encontrarme con la pasividad de las instituciones y entidades a las que acudí en busca de apoyo; léase Ayuntamiento de Bilbao, BBK, Fundación Euskaltel, etcétera. Teniendo en cuenta la cantidad de recursos que se mueven últimamente para promover el rock en Bilbao (Bilborock, BBK Live Festival, Concurso Villa de Bilbao) me pareció que un proyecto de este alcance tenía que ser atractivo por fuerza, pero no fue así. Lo cierto es que sólo mostraron cierto interés desde la Diputación Foral de Bizkaia, cuando después de decirme que no, se les cayó un proyecto que tenían aprobado y se vieron forzados a llamarme para cubrir el hueco. Las condiciones de edición que me ofrecieron me parecieron tan lamentables que sintiéndolo en el alma tuve que decirles que no por pura dignidad de autor. En ese momento me di cuenta de que nadie me iba a ayudar. Decidí seguir adelante en solitario y opté por la autoedición".
Prácticamente podríamos decir que todos los que han tenido algo que ver en la música bilbaína en los últimos cincuenta años están en el libro contando sus aventuras. Desde lo difícil que era conseguir una guitarra eléctrica en los 60, cómo la policía entraba en una tienda para obligar a retirar del escaparate la portada de un disco de Jimmy Hendrix o cómo en los primeros 80 era imposible encontrar ropa negra y los punks tenían que ir a la sección de viudas de El Corte Inglés. Las Vulpes contando todo lo que significó el escándalo de 'Me gusta ser una zorra' en su carrera (paliza de los seguratas del Rockola en el camerino a las chicas incluida) o cómo ser moderno y llevar cresta significaba que por la calle te insultasen hasta los abertzales en plena manifestación al grito de "¡así vais a levantar Euskadi!", Kike Turmix paseándose por los bares con txapela vasca y chupa de cuero por no hablar de cómo se pasó de despreciar e ignorar a los músicos y rockeros a utilizarlos como arma electoral y crear el famoso "martxa ta borroka" de la izquierda radical. Courtney Love embarazada y puesta hasta las cejas de todo lo ilegal posible montando escándalos en los hospitales bilbaínos y siendo atada a la cama de uno de ellos mientras su marido actuaba con Nirvana, o cómo los que llevaban pelo largo en los 60 eran insultados desde los autobuses al grito de "maricón", son algunas de las muchas historias que incluye Álvaro en su libro.
Una completa y exhaustiva relación de todos los conciertos celebrados en la ciudad, no sólo los institucionales sino incluso los realizados en locales privados, algunos de ellos como los míticos Bolos o Yoko Lennons (donde Alaska y los Pegamoides celebraron su último concierto como grupo) ya desaparecidos, lo que hace ver que ha habido una agotadora labor de investigación para hacer una crónica lo más completa posible y que 'Lluvia, hierro y rock n’ roll' pueda ser considerado casi una enciclopedia y manual de consulta en sus casi 500 páginas de apretada escritura.
"Me pasé horas y horas en las casas del crítico Fernando Gegúndez o Eduardo Ranedo, colaborador musical de Radio Euskadi consultado viejos fanzines y escuchando maquetas. Las bibliotecas públicas (la de Bidebarrieta y la Foral de Bizkaia, ambas en Bilbao, y la Biblioteca Nacional en Madrid) me fueron muy útiles para consultar prensa antigua: diarios como El Hierro, La Hoja del Lunes de Bilbao, Egin o La Gaceta del Norte entre otros. ¡La de horas de hemeroteca que he metido!" recuerda Álvaro.
El proyecto no ha contado con apoyo institucional sino que ha sido autoeditado por el autor
Tras lo laborioso de entrevistar, investigar y redactar el libro, el trabajo no ha terminado para Álvaro Heras. Además de estar presentándolo a los diferentes medios, al ser su propio editor tiene que hacer todo el trabajo y ahora se encuentra en la fase más pesada: la de distribuir el libro en la mayor cantidad de librerías y locales posibles. El trabajo no ha terminado aún. "De momento la cosa va sobre ruedas. Apenas ha pasado un mes desde que salió y en breve, si la cosa continúa así, cubriré gastos y podré pagar el crédito, con lo cual me doy por satisfecho, dice Álvaro. Los comentarios y las reseñas en prensa están siendo muy positivos, me suelen llamar de diferentes emisoras para hacer entrevistas. La distribución a mano y a pie de calle está siendo muy dura pero la gente está respondiendo muy bien. Estoy muy contento de ver que el enorme esfuerzo ha merecido la pena".
Cualquiera que tenga un mínimo interés por la música nacional o la historia del rock, tiene en 'Lluvia, hierro y rock n roll' una lectura obligada. Que nadie piense que al ceñirse sólo a la música bilbaína el libro puede ser localista. Para nada. Es una interesantísima obra de consulta para cualquiera que quiera ampliar conocimientos sobre una importante parte de la historia musical española.

LA CNN CAPTURA UN OVNI SOBRE WASINGHTON DURANTE EL DISCUROS INAGURAL DE OBAMA

Esperemos que el bueno de Jhonny no nos censure el video jejeej. We want to believe.
Los tecnicos de la CNN no dán credito a lo filmado, varios ingenieros aeronaúticos confirman las anomalias en el vuelo, y descartan cualquier aparato convencional.



Y parece que van de bólido en Inglaterra se comieron una turbina de un campo eólico si es que ta to mal señalao.


LOS INADAPTADOS

Artículo interesante de Carlos Guevara.

Los inadaptados. Iconos de la cultura estadounidense de los años cincuenta
“ Inútiles”, contradictorios y enajenados de la sociedad que los vio nacer entre las décadas de 1920 y 1930, artistas, intelectuales y actores de cine conformaron una generación que se convirtió en paradigma cultural de los Estados Unidos de la posguerra.
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CARLOS GUEVARA MEZA • FILÓSOFOSubdirector de Investigación del Cenidiapcguevaram@hotmail.com

¿Debemos renunciar a la esperanza?
André Breton

El perseguidor

Charlie Parker, a quien Julio Cortázar bautiza “el perseguidor” en su cuento clásico, fue durante la década de 1950 el mejor saxofonista de jazz del momento. Su manera de tocar, a la vez angustiante y gozosa, su larguísimo, imposible fraseo que obliga al escucha a jalar aire con la desesperación del que se asfixia más allá de cualquier posible sobrevivencia, nos muestra una época con la curiosa gracia que lleva al argentino a decir: “tocaba como los mismos ángeles, en el remoto caso de que los ángeles hubieran cambiado el arpa por el saxo alto”.
Parker pertenece por derecho propio a los outsiders que se vuelven inútiles más allá de toda consideración. Autodestructivo, se “atizaba” con todo lo que tenía al alcance, desde mariguana hasta heroína, sistemático y virtuoso de su propio desvanecerse. Hacía todo lo que un negro no debía hacer (excepto ganar dinero): drogadicto, talentoso hasta la genialidad, empleado hasta decir basta, en la profesión más inútil y sabia del mundo. Igual que otros músicos clásicos de aquellos años (Muddy Waters, el joven Miles Davis) o los viejos altamente apreciados (particularmente Billy Holliday), Charlie Bird Parker perteneció a los bajos fondos, a la música de la jodidez extrema, de la pobreza, la discriminación, el rechazo y el vicio. A diferencia del jazz y el blues del sur profundo, que veía esa miseria como un destino inevitable, y a la música como un juego que rompía la cotidianidad y aliviane un poco a través de la cachondería sensual del baile; la de Parker y Waters es una queja continua, incapaz de melodrama o azote existencial, rítmica y explícitamente sexual, pero queja al fin contra una situación que, aunque ineludible, no era en absoluto necesaria. La música aparece como una crítica, una lucha, una depresión, una angustia perpetua, pero nunca una fuga. Lo sórdido, lo autodestructivo, la enajenación se integró en la estructura musical como un elemento a combatir. Como un Shakespeare del siglo XX, Bird era un soñador que no creía en sus propios sueños. La magia que su fraseo logró, anarco, violento, sensual como un coito apasionado en demasía, es roto por la angustiante necesidad de decir más, más de lo que es posible con dos pulmones y diez dedos, más de lo que podría decirse con la música, más allá del lenguaje.
Con Miles Davis, Gizzy Gillespie, Red Roadney, Thelonious Monk, Lester Young, Ray Brown, por citar sólo a los más conocidos, Bird enloquecía en las sesiones de grabación tratando de atisbar ese tiempo otro que decía Cortázar. Descubrir por fin el velo que cubre el mundo para llegar a donde está lo verdadero, whatever that means. Sin duda, un mundo donde los soldados negros que regresan del frente no sean despojados de sus insignias y condecoraciones por turbas de blancos que simplemente no se imaginan valientes a los de su raza. Un mundo donde acostarse con una mujer no esté cargado de connotaciones racistas (ni económicas, ni sociales ni morales). Un mundo, como su música, siempre al borde del caos, siempre apunto de perder el ritmo, la armonía, todo, pero a final de cuentas dulce, amorosa, entregada.
Muddy Waters que engendró a Chuck Berry que engendró a todos los demás (Dylan, Joplin, Hendrix, los Rolling, los Beatles, y más allá a Morrison, Clapton y a Lou Reed —si no en la música, sí en el afán de llevarle la contra a todos). Muddy Waters quien define a toda su generación con el grito desesperado de Still a Fool: “Somebody help me!” Casi un sálvese quien pueda del naufragio de la vida, un “¡No estamos en el mundo!” como el que había dicho Rimbaud menos de cien años antes. Acompañado por la infatigable armónica (siempre apunto de soltarse llorar pero que nunca llora) de Little Walter Jacobs, la batería de Elgin Edmonds (sin grandes virtuosismos pero incapaz de perder la cachondería del ritmo), la segunda guitarra de Jimmy Rogers, a veces el piano (siempre gozoso, siempre fuerte) de Ottis Spann, Muddy Waters canta “Blow wind blow wind / blow my baby back to me”. Para terminar diciendo “adios nena, no tengo nada más que decir, sé que no me amas, vete al infierno y que tengas buen viento”.
Bird murió en París, habiendo hecho su vida y la de sus amigos y mujeres simplemente imposible, con el cuerpo hecho pedazos por las drogas, incapaz de resistir una dosis más. Elástico, rompió el tiempo, arreglándoselas para meter una eternidad en cada instante, como un orgasmo en un hotel barato, cuando el placer se muere de puro gusto.

En el principio fue la acción

El intelectual y el artista norteamericano de la posguerra no estaba realmente en mejor situación que los hombres negros. La generación que pasó su juventud durante la era del crack del 29, privada de toda expectativa, que por su edad no pudo ya combatir como soldado, o que carecía de las habilidades para desarrollar técnicas, o divertir o adoctrinar, a una sociedad totalmente orientada hacia el esfuerzo bélico, que no tuvo que ofrecer resistencia (como sus pares europeos que se quedaron —por cualquier razón— en la zonas ocupadas por el nazismo), tomará conciencia de su inutilidad y por lo mismo de su enajenación (distanciamiento) respecto de la sociedad. Por si fuera poco, la gran burguesía norteamericana era más vanguardista que ellos mismos, y alegremente adquirieron las obras de los grandes artistas europeos (y hasta de los mexicanos) de entre guerras con más frecuencia que las de sus compatriotas. Una sociedad orientada a la acción, con fuertes componentes machistas y sexistas, que había pasado por la experiencia de una guerra que, además, ganó, se sintió inclinada a desconfiar del que no hizo nada, del que no participó, del hombre de la reflexión y del detalle. Una sociedad triunfante, poco podía comprender a los que en el fondo no se sintieron vencedores, sea porque no lucharon, sea porque sufrieron al fin de cuentas la derrota de la soledad.
Esta generación debió aprender la enseñanza de la vanguardia europea exiliada en Nueva York, tanto por una comunidad espiritual (precisamente la experiencia del exilio —en su caso, interior—, y la derrota ante un fascismo que ellos no pudieron detener cuando se gestaba), como por una necesidad económica de acercarse a un público consumidor sensibilizado ante las vanguardias y las rupturas. También como una manera de aproximarse por vías nuevas a la sociedad que los miraba con resquemor. Para un país de acción, una pintura de acción; para un país grande, el gran formato; para una sociedad que idealizaba el acto, el rechazo a la reflexión. Pero no era un mero darle gusto al público. La elección de la abstracción por parte de Pollock, De Koonig, Rothko, Motherwell, fue lo suficientemente críptica como para dar opción a la expresión individual que, prácticamente en todos los casos, reflejaba el aislamiento, la depresión y hasta el nihilismo de los que no podían sumarse simplemente al triunfo, pero al mismo tiempo los distanciaba de una sociedad que no sabía ver esas armonías violentas, y era incapaz de identificarse con ellas aún si entendiera las obras.
Los cuadros de Jackson Pollock son así: violentos, grandiosos, enigmáticos. Tendía la tela sobre el suelo, metía un palo de madera en la lata de pintura y con él chorreaba sobre el lienzo con amplios movimientos del brazo, de los hombros, de la cadera. Caminaba sobre la tela, se salía, la miraba desde todos los ángulos. La total espontaneidad era domada mediante una concentración no reflexiva total y absorbente, y por un dominio del movimiento corporal propio del bailarín. Las líneas forman complicadas tramas sin aparente discontinuidad, virtuosismo casi inimaginable si pensamos en el procedimiento de su producción. No todo es action painting, pero las manchas flotantes de Rothko, de Albers, o los cuadros negros de Reinhardt, siguen siendo en el fondo nihilistas, depresivos, pasivos ante el espectador y al mismo tiempo fuertes ventanas cerradas, habitaciones oscuras que producen el vértigo de la soledad y de la noche.
Pintura del oeste, de la vastedad y el desierto, espectacular sin duda, pero incomprensible a pesar de la raíz surrealista de su poética. Pollock era presa de la misma ansiedad de infinito que poseía a Bird Parker, y quizá también de su compulsiva necesidad de destruirse. Era alcohólico, aunque no hay que exagerar el mito: los periodos de sobriedad están perfectamente documentados y coinciden con lo mejor de su obra. Pasaba largos periodos de inactividad, enredado en las contradicciones que se tejían en torno suyo, para finalmente morir, como otros, en el altar de la modernidad cincuentera: un accidente automovilístico. Como un James Dean maduro, como un Albert Camus, quien sin duda tenía razón cuando escribía: “el sufrimiento nunca es provisional para quien no cree en el porvenir”.

El salvaje

Aunque más jóvenes que los pintores y los músicos, los actores que se volvieron mito en los cincuenta estaban hermanados con aquellos por su paradójico aislamiento frente a la sociedad. Paradójico porque el star system no toleraría en la cima a quienes no fueran populares, aunque esa popularidad se deba precisamente a su representación de personajes marginales, desorientados, ineptos para la vida en sociedad, rebeldes sin causa y salvajes. Paradójico, asimismo, porque muestra hasta qué punto los pintores y los músicos sí estaban dando en el clavo de una sensibilidad generalizada de la sociedad en aquella época; hasta qué punto su depresión, su nihilismo, si bien contrarios a los valores oficiales de la era Eisenhower, estaban lejos de ser sentimientos minoritarios o meras ocurrencias. Y quizá también muestra en qué grado las artes tradicionales eran ya incapaces de ofrecer expresión efectiva a los sentimientos de una época, aunque los expresaran de hecho, y cómo el cine estaba llamado a ser el privilegiado productor de imágenes del siglo.
Marlon Brando, James Dean, Montgomery Clift, Nathalie Wood y (¿por qué no?) Marilyn Monroe, pertenecen a la última generación que gozó y sufrió el star system. Y su encumbramiento representa un cambio significativo en el imaginario social pues personifican un tipo de héroe bien distinto al de las generaciones anteriores. No eran rudos y de fuerte personalidad como John Wayne, Gary Cooper o Henry Fonda, que lo mismo hacían un sheriff de Texas que un sargento de marines en Normandía; tampoco eran elegantes, refinados y simpáticos como Cary Grant, James Stuart o Spencer Tracy; mucho menos desencantados cínicos como el Red Buttler de Clark Gable, los múltiples detectives de Humphrey Bogart o algunos papeles de Robert Mitchum. No era una cuestión de físico: atléticos eran Brando y Dean, distinguido Clift, y la Wood y Marilyn podrían ser incluso más bellas que Katherine Hepburn o Irene Dunne. Lo que los distinguía era la ausencia total de la confianza en sí mismos que tenían los otros. Los nuevos héroes mostraron que esa confianza no era el producto de la sonrisa perfecta ni de la fortuna para encontrar siempre la pareja ideal, sino de la plena integración a la sociedad y sus valores. Era esa “armonía” la que los hacía aparecer siempre seguros, firmes, resueltos, capaces de “hacer lo que se tiene que hacer” (según la frase definitoria de John Wayne). Incluso los marginados que llegaban a aparecer de vez en cuando (como el John Doe de Frank Capra, interpretado por Gary Cooper), eran respetuosos de los esquemas establecidos. Algunos de los mejores momentos de la comedia screwball resultaban del traslape de los protagonistas a otros lugares de la jerarquía social, donde los normas de etiqueta variaban haciéndolos ver ridículos, pero aun en medio de esa ridiculez actuaban sin titubeos, como en la escena final de La mujer del año donde la Hepburn trata de reconquistar a Spencer Tracy preparándole un desayuno. A pesar del desaguisado que hace con los implementos de cocina cuyo uso desconoce, Hepburn se mueve como una bailarina en medio del desastre doméstico, con la absoluta convicción de transformarse en una “buena esposa”. Esa convicción es la que reconcilia a la pareja. Hasta en los momentos de mayor desesperación, el Sr. Smith de Jimmy Stuart actúa con firmeza, y en ¡Qué bello es vivir! va al mismo suicidio con paso seguro.
En cambio, para los jóvenes protagonistas los valores, las jerarquías y las estructuras éticas y “administrativas” de la sociedad carecían de evidencia. Más que “herejes” (como podría ser Bogart en El halcón maltés o Casablanca) eran infieles: más que perder la fe en el sistema, nunca la habían tenido. Su timidez, su inseguridad, sus enfrentamientos (generalmente involuntarios) con la sociedad venían de ahí. Y por ello era importante que fueran jóvenes, atractivos y valientes, para dejar claro que no eran freaks marginados por sus propios defectos —como los nerds posmodernos— ni simples adolescentes patosos. Era su total incomprensión y su incapacidad para integrarse la que los volvía marginales y problemáticos. Los otros (Grant, Cooper, Gable) siempre sabían qué responder, podían realizar diálogos ingeniosos y hasta su silencio era elocuente, sabían cuál era su deber y sabían cumplirlo sin vacilaciones. Estos no atinaban nunca qué decir, cómo actuar, qué responder. Cuando lo intentaban, balbuceaban sin llegar a explicarse hasta el momento en que la desesperación de su falta de palabras los llevaba a realizar un acto radical como gesto definitorio, pero que, en la medida en que era inexplicado e injustificado, parecía arbitrario y delictivo (recuérdese la carrera frente al precipicio en Rebelde sin causa de Nicholas Ray).
Incluso Marilyn, cuyo alejamiento respecto de los valores es presentado como ingenuidad (es decir, como mera falta de conocimiento), revelaba estas contradicciones. En La comezón del séptimo año la Monroe se convierte, sin saberlo, en el objeto del deseo de un clasemediero reprimido y que parece haberse casado por la única razón de evitar las zozobras de la seducción. A pesar de los desesperados esfuerzos que realiza el protagonista masculino por representársela como una vampiresa experimentada y ardiente, sus imaginaciones chocan contra la realidad de esta “dama boba”, dueña sin embargo de la profunda sabiduría de la desinhibición y la ausencia de culpa. Al final, el clasemediero regresa con su esposa sin haber tocado a la posible amante, y Marilyn permanece inconsciente del deseo que despertó y de la soledad en que se queda.
Pero esa inconsciencia no durará mucho. En Los inadaptados, el filme que Arthur Miller escribió para ella, Marilyn se revela como la gran actriz que siempre fue, y muestra cómo la ingenuidad ya no es suficiente barrera contra el malestar existencial que la embarga. Película significativa, entre otras cosas, por ser el mano-a-mano de dos grandes generaciones de actores norteamericanos, que muestran dos formas diferentes de vivir los valores (o su ausencia). Y al final, la relación entre Montgomery Clift, Clark Gable y Marilyn es incapaz de trascender al viaje de descubrimiento y restauración en el que se empeñaron, y que no implicó más victoria que una precaria sobrevivencia. Muy precaria: la Monroe y Gable morirán de hecho poco después de la filmación.
Pero quizá sea Marlon Brando quien mejor resume en la pantalla las contradicciones de su generación, precisamente porque no murió joven, precisamente porque era capaz de llegar a la madurez. Ya desde El salvaje de Laslo Benedek, o Nido de ratas y Un tranvía llamado deseo de Elia Kazan, no sólo se muestra como el más importante actor de su momento, sino que se presenta a sí y a los demás como jóvenes acusados y perseguidos por la sociedad sin ser culpables de nada, más que de no comprender el mundo y no ser comprendidos por la sociedad. Seres que no pertenencen a ningún sitio, que no podrían estar dentro de la vida social, pero que tampoco sirven para estar afuera. Esta contradicción, que le provoca la soledad y le atrae espantosas golpizas en El salvaje y Nido de ratas, le causará la muerte a manos de su amante en El último tango en París de Bertolucci, y de su alter-ego en Apocalipsys now de Coppola. En ésta, Brando hace el papel de un hombre demasiado sensible como para no volverse loco con una guerra tan injustificable y terrible como Vietnam, situación que lo obliga a convertirse en un rebelde, ya no contra la sociedad, sino contra la realidad entera. Pero al mismo tiempo, es demasiado lúcido como para no ser consciente de la contradicción en que incurre una rebelión basada en el asesinato y el poder sin límites. La solución será el sacrificio suicida a manos del soldado sesentero representado por Martin Sheen. En esa actuación, Brando quizá nos está explicando a esa generación que fulguró y sucumbió veinte años antes. Quizá esté ahí la explicación a la muerte prematura de Charlie Parker, Jackson Pollock, James Dean y Marilyn Monroe.Pero la nueva generación cultural se estaba gestando ahí mismo. Un jovencísimo y desapercibido actor de reparto en Rebelde sin causa dirigirá años después un nuevo clásico. Cuando Dennis Hooper realizó Easy Rider, aunque deudora de El salvaje y de novelas como On the road de Kerouak, estaba mostrando una actitud totalmente distinta ante la vida y ante la sociedad. Hijos a final de cuentas del optimismo al que los otros nunca pudieron sumarse, la generación de Hooper y Peter Fonda; de Dylan, los Rolling y los Beatles, del arte pop, se enfrentará con mayor fuerza y menos titubeos a la decadencia del american way of life.

AVISO A NAVEGANTES

Estaré una temporada desconectado, he dejado unos cuantos artículos y mis claves de acceso a unos amigos, para que vayan cada cierto tiempo publicándolos, actualizando y dándole vidilla a esto. Como los conozco, y sé de sus bromitas no se asusten si alguna vez cuelgan alguna cosa extraña o subida de tono. Por supuesto si lo hacen mas vale que estén eliminados cuando vuelva o se las verán conmigo ja,ja. Ya sabéis mirada del lince asesino, que no se verá alterada por muchas conejitas playboy que desfilen por aquí. Aunque estén de muy buen ver, que esto pretende ser un Blog serio.