A menudo se tiene la costumbre –tal vez equivocada, tal vez inevitable– de tomar demasiado en serio a los escritores. Como si el hecho de haber producido unas cuantas frases memorables los inmunizara contra la torpeza, el ridículo o el simple azar de una vida vivida fuera de las páginas. Pero ocurre que la literatura, aun la más elevada, no impide que su autor se tropiece con un gato, se pierda en un hotel, o –como en el caso de cierto Nobel irlandés– confunda una cita diplomática con una fiesta de disfraces. El estilo no protege contra la comedia. Al contrario, a veces la provoca.
Tomemos a Marcel Proust, ese hombre tan dado a lo eterno, que escribía sobre el tiempo como si fuera un espejismo dilatable. Resulta que Proust, hipocondríaco recalcitrante, solía hacer algo que ya entonces rozaba lo ridículo: se envolvía en varias mantas y salía con sombrilla cuando el sol caía. Una vez, en un encuentro con un amigo, se negó a dar la mano por miedo a los gérmenes. Pero lo memorable no es eso, sino que el mismo día escribió una carta donde hablaba de la “fuerza del contacto humano”, como si lo hubiera experimentado de primera mano. Y es que, como ya intuía Shakespeare (otro que, por cierto, firmaba de seis formas distintas su propio nombre), los escritores a menudo escriben sobre lo que no han vivido. O no del todo.
Volvamos ahora los ojos hacia Oscar Wilde. En una ocasión fue arrestado, como se sabe, no por sus obras sino por su vida, que en su caso venían a ser casi lo mismo. Cuando la policía fue a buscarlo al hotel, sus amigos le rogaron que escapara por la puerta trasera. Wilde, con ese aplomo de quien nunca ha llevado calzoncillos corrientes, respondió: “El teatro ha sido siempre mi debilidad. Prefiero hacer mi entrada en escena”. Y así, entre aplausos de la posteridad, bajó las escaleras para ser arrestado. Hay algo de trágico en ello, sí, pero también una comicidad casi aristofánica: el hombre que se sabe protagonista incluso en su caída.
Otra historia que podría haber salido de la pluma de Italo Calvino –pero que es, al parecer, real– involucra a Víctor Hugo. En cierta ocasión, su editor, harto de esperar la continuación de Los Miserables, le envió un telegrama con un solo carácter: “?”. Hugo respondió con otro: “!”. No está claro si se trató de una humorada, una resignación o una estrategia de marketing avant la lettre. Pero lo cierto es que la concisión puede ser la más literaria de las formas del silencio.
Y luego está Dostoyevski, que no era precisamente un humorista. Pero hay que decir que el hombre tenía un sentido del patetismo tan exacerbado que a veces resultaba cómico. Se cuenta que en un viaje por Europa, mientras jugaba compulsivamente a la ruleta (el destino, ese otro narrador de lo inevitable), perdió todo su dinero y, al volver al hotel, le dijo al botones: “No tengo con qué pagarle, pero he escrito algo esta mañana que quizá algún día valga más que todo esto”. Nadie sabe si el texto era El jugador o una nota de suicidio inacabada. Pero el botones, que no entendía ruso, simplemente le sonrió y le ofreció un cigarro. A veces la literatura se salda con una sonrisa y un poco de humo.
Por último, permitidme mencionar a Kafka. El gran Franz, cuya vida fue una sucesión de burocracias oníricas y enfermedades mal curadas, tenía un sentido del humor tan secreto que apenas dejó constancia de él. Pero Max Brod, su inseparable amigo y traidor literario (¿quién publica lo que le han pedido quemar?), contaba que Kafka reía hasta las lágrimas al leer en voz alta La metamorfosis. Reía, según Brod, especialmente con la frase “Se despertó Gregorio Samsa convertido en un insecto monstruoso”. Tal vez porque comprendía que la tragedia, bien mirada, es siempre una forma de comedia mal entendida. O porque sabía, como todos los grandes escritores, que el mundo no se toma en serio a sí mismo. Solo nosotros lo hacemos.
Y es que el escritor, ese animal a menudo autoproclamado lúcido, no deja de ser un hombre como cualquier otro: propenso a la vergüenza, el error y el malentendido. La diferencia es que lo escribe. Y al escribirlo, nos hace creer que lo ha hecho a propósito. Como si tropezar con una piedra fuese un acto estético. Tal vez lo sea.
Y eso –querido lector que, como el autor, no cree del todo en los finales concluyentes– ya es bastante risa para hoy.