Aquí, donde la Gran Vía tiembla de coches y nostalgia, aún queda un rincón donde el tiempo se sirve en taza blanca, con cucharilla temblando. El Café Gijón no es un café: es una patria. Una república de tertulia, con constitución de mármol y olor a café cargado con resaca de tinta. Es un reflejo de la vieja Europa, ilustrada y no tanto que empieza a diluirse como el azucarillo en un café cargado. Cargado de globalismo, de una epidemia de pérdida de identidad y costumbres definidas, de una manera de entender la vida antes de ser diseccionada por las franquicias globales, el turismo masivo, y la inmigración masiva teledirigida.
Uno entra al Gijón como quien entra a una novela que aún no ha escrito. Porque este café no se bebe: se redacta. Está escrito en servilletas, en las esquinas donde se escondió Cela, en los espejos que devuelven no reflejos, sino memorias. Los camareros son como personajes secundarios de una novela de Baroja: serios, discretos, sabios. Saben más de literatura que muchos premios de editoriales.
Allí, en la mesa junto a la ventana, creo ver la sombra de Umbral con su bufanda de bufanda, como de personaje que viene del invierno literario. Está con la mirada perdida en las piernas de una musa que ya no pasa, y el cuaderno abierto como una herida. Lo imagino diciendo:
—Yo he venido aquí a hablar de mi café.
Y el café, amigos, no es el líquido, sino el templo. Porque el Gijón es el último confesionario laico de Madrid. Uno se sienta y empieza a hablar consigo mismo sin darse cuenta. A veces acude algún moderno con portátil y pretensión, pero el mármol, que ha oído los versos de Leopoldo Panero y las carcajadas tristes de Umbral, se ríe en silencio. Aquí no se viene a conectar al WiFi, sino al alma.
Han querido matarlo mil veces, al Gijón. Lo han cercado de franquicias y de turistas con mochilas como naves nodrizas. Pero el Gijón resiste, como resiste una palabra cuando el diccionario la quiere jubilar. Porque no es rentable, dicen. Porque no produce, murmuran. Pero nadie entiende que el Gijón produce lo que ya no se mide: ideas, artículos, novias fugaces, novelas comenzadas y nunca acabadas. Y, sobre todo, tiempo detenido. El Gijón produce Madrid, el de verdad, no el de escaparate.
En el Gijón nadie apura el café. Se deja enfriar como se enfría una vida que uno no quiere beber de golpe. La gente habla bajito, como si todavía estuviera vivo Valle-Inclán y pudiera escucharnos desde el fondo, con su bastón cruzado y su ceja arqueada. Porque aquí uno no alza la voz. Aquí uno escribe sin papel.
Y así seguirá, mientras queden cafés que no sean solo cafeterías. Mientras haya una mesa con sombra de escritor. Mientras el mármol conserve el eco de las palabras que no se dijeron pero se pensaron. El Café Gijón, como Umbral, no morirá nunca. Porque Madrid no se entiende sin su bufanda, sin su humo, sin su taza tibia al borde del invierno.
No hay comentarios:
Publicar un comentario