A veces uno se pregunta si el siglo XX ha sido una broma de mal gusto con sus guerras, sus dictadores con bigote y sus promesas incumplidas de futuro. Pero también, en medio del ruido y la furia, aparecieron tipos que parecían llegados de otro planeta. No en vano Isaac Asimov nació en la Unión Soviética y terminó en el Nueva York del Bronx, y si eso no es un viaje interestelar, que baje Carl Sagan y lo vea.
Asimov no fue un escritor. Fue una fábrica de pensamientos mecanografiados. Dicen que escribió o editó más de 500 libros. Si se le preguntaba cuántos, respondía: “No lo sé. Perdí la cuenta”. Como si dijera: “Hoy he cocinado 37 sopas distintas. Algunas incluso se pueden comer”. Porque eso era él: una máquina de pensar que se tomaba la vida con ese humor judío que tanto se agradece en tiempos de inflación y algoritmos.
Nació en 1920, en Petrovichi, un lugar tan remoto que apenas cabía en el mapa. A los tres años ya estaba en Brooklyn, ese laboratorio humano de acentos y fritangas. Allí aprendió el inglés a base de cómics, se enamoró de la ciencia en las revistas pulp, y descubrió que el futuro se podía escribir con la misma soltura con la que se pide un sándwich de pastrami en Katz’s Delicatessen.
Cuentan que tenía miedo a volar, que nunca aprendió a conducir y que hablaba como quien da clase en un planeta con atmósfera de conocimiento. También tenía una voz nasal y una testarudez entrañable, como de librero que nunca te recomienda lo que le pides, sino lo que necesitas. Y lo cierto es que Asimov siempre supo lo que necesitábamos: robots con conciencia, planetas organizados como imperios romanos y una humanidad que, entre catástrofe y catástrofe, aún tenía fe en la razón.
Porque esa es la esencia de su genialidad. No es que inventara las tres leyes de la robótica (que lo hizo), ni que se adelantara a conceptos como la inteligencia artificial (que también). Es que creía de verdad en la inteligencia humana. En la capacidad de pensar, de deducir, de planificar. En que el conocimiento no debía ser un lujo, sino un derecho de nacimiento. Como el gazpacho o la novela negra.
Uno lee Fundación y no encuentra láseres ni persecuciones. Encuentra psicohistoria, una disciplina imaginaria que mezcla estadística y sociología para predecir el futuro. Es decir: Asimov fue el primer sociólogo que interesó a los adolescentes. Y eso, en mi barrio, es más difícil que vender pescado fresco en domingo.
Su otra gran obsesión fueron los robots. No los concebía como esclavos ni enemigos, sino como una prolongación ética del ser humano. Inventó leyes para que no nos mataran, cuando todavía ni siquiera habíamos inventado las leyes para que no nos matáramos entre nosotros. Así era él: un visionario con bata blanca, más cerca del profesor chiflado que del gurú de Silicon Valley.
Murió en 1992, cuando aún se usaban disquetes y España soñaba con el AVE. Murió sin estridencias, como un sabio cansado de repetir la lección. Algunos dicen que el sida lo mató, contraído en una transfusión contaminada durante una operación de corazón. Lo mantuvo en secreto, dicen, porque hasta para morir era elegante. O discreto. O simplemente harto de las explicaciones.
Asimov no necesitaba fuegos artificiales. Tenía una biblioteca. Una máquina de escribir. Y una cabeza que funcionaba a la velocidad de la luz.
En tiempos donde se venera más al influencer que al pensador, conviene sentarse una tarde y leer a Asimov. No por nostalgia del futuro, sino por fe en la inteligencia. Y porque, la ciencia ficción de verdad no es la que predice el porvenir, sino la que nos recuerda que todavía podemos merecerlo.
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