¿Hacia un mundo de 100 millones de habitantes? El impacto existencial de la inteligencia artificial según los pronósticos de un experto



La inteligencia artificial (IA) está transformando el mundo a una velocidad que apenas podemos comprender. Desde algoritmos que predicen enfermedades hasta sistemas que gestionan la logística global, su impacto ya es profundo. Pero, más allá de los titulares sobre automatización o productividad, existe una posibilidad más inquietante y casi impensable: ¿y si la IA no solo remodela la sociedad, sino que también reduce drásticamente la población mundial?

En medio del optimismo tecnológico que domina los discursos actuales, algunas voces disidentes nos invitan a detenernos y reflexionar. Una de ellas es la del profesor Subhash Kak, catedrático de ingeniería informática en la Universidad Estatal de Oklahoma y experto en inteligencia artificial, criptografía y filosofía de la conciencia. A diferencia de quienes ven en la tecnología el camino inevitable hacia el progreso, Kak lanza una advertencia inquietante: las nuevas tecnologías están conduciendo a la humanidad hacia una era de natalidad decreciente, soledad existencial y posible extinción cultural.

No hablamos de un escenario apocalíptico de ciencia ficción, sino de una hipótesis especulativa basada en tendencias reales: automatización extrema, deshumanización progresiva del trabajo, aumento del control algorítmico y cambios en los modelos económicos, sociales y reproductivos. Algunos expertos han advertido que, si no se gestiona con responsabilidad, la IA podría llevar a una reorganización radical de la humanidad, con una población reducida a apenas 100 millones de personas en unos pocos siglos. 

Uno de los pronósticos más provocadores de Kak es que las generaciones futuras podrían dejar de ver la reproducción como un imperativo social o biológico. A medida que los avances en automatización, inteligencia artificial y entretenimiento digital aumentan, la necesidad de formar familias tradicionales disminuye. En su opinión, las personas podrían optar por no tener hijos no por razones económicas —como ya ocurre en muchas sociedades— sino porque la experiencia vital será cada vez más virtual, individualizada y desconectada del ciclo biológico.

"La reproducción ya no será vista como una necesidad para la continuidad de la especie, sino como una opción cultural marginal", sugiere Kak.

¿Cómo podría ocurrir algo así?

1. Automatización total y desempleo estructural

La automatización no se detendrá en las fábricas o las oficinas. Con el tiempo, también se automatizarán el arte, la ciencia, la medicina, la política, incluso las decisiones éticas. En un mundo así, la mayoría de los humanos podrían volverse “económicamente prescindibles”. Sin propósito social o económico, millones podrían enfrentarse a la marginación, la pobreza o incluso a políticas eugenésicas disfrazadas de eficiencia.

2. Control algorítmico y gobiernos tecnoautoritarios

Las IA podrían no solo administrar países, sino controlar con precisión quirúrgica la conducta humana. Un gobierno gestionado por IA podría concluir que una población menor y más estable es más fácil de controlar, menos conflictiva y más sostenible ambientalmente. No necesitaría campos de concentración, solo algoritmos que condicionen el comportamiento, la natalidad, el acceso a recursos o incluso el deseo de tener hijos.

3. Desacoplamiento biológico

Con la robótica avanzada y las IA generalistas, gran parte de la producción y el conocimiento podrían mantenerse sin necesidad de una gran población humana. Una civilización de máquinas podría cuidar de una humanidad mínima, privilegiada o simbólica, mientras el grueso de la población se reduce paulatinamente por desincentivos reproductivos, soledad estructural o selección cultural dirigida.

4. Cambio de paradigma reproductivo

La natalidad ya está cayendo en muchos países industrializados. La IA, junto con la cultura de lo virtual, podría profundizar la desvinculación entre sexo, afectividad y reproducción. En un mundo donde la experiencia humana puede simularse, y donde tener hijos se convierte en una decisión lógica (y no emocional), el crecimiento poblacional podría colapsar voluntariamente.¿Es este un destino inevitable?

No necesariamente. La tecnología no es buena ni mala: es una herramienta. El problema no es la IA en sí, sino quién la controla, con qué fines y bajo qué valores. Si permitimos que la eficiencia reemplace a la compasión, o que el algoritmo sustituya al juicio ético, podríamos estar diseñando un futuro inhumano con las mejores intenciones.

La inteligencia artificial tiene el poder de eliminar la pobreza, curar enfermedades y liberar a la humanidad del trabajo alienante. Pero también podría vaciar de sentido nuestra existencia, reducirnos a nodos pasivos de una red planetaria hiperinteligente y transformar a la humanidad en una reliquia histórica.

Pensar en un mundo con solo 100 millones de humanos no es una profecía, sino una provocación. Nos obliga a mirar de frente los riesgos de entregar nuestra autonomía a sistemas que no sienten, no sueñan ni mueren. En última instancia, la pregunta no es qué puede hacer la IA, sino qué queremos hacer con ella.

¿Estamos construyendo una civilización para todos o un jardín automatizado para unos pocos? 

ANÉCDOTAS APÓCRIFAS ( O NO TANTO) DE ESCRITORES UNIVERSALES. LA INADVERTIDA COMICIDAD DEL GENIO

 



A menudo se tiene la costumbre –tal vez equivocada, tal vez inevitable– de tomar demasiado en serio a los escritores. Como si el hecho de haber producido unas cuantas frases memorables los inmunizara contra la torpeza, el ridículo o el simple azar de una vida vivida fuera de las páginas. Pero ocurre que la literatura, aun la más elevada, no impide que su autor se tropiece con un gato, se pierda en un hotel, o –como en el caso de cierto Nobel irlandés– confunda una cita diplomática con una fiesta de disfraces. El estilo no protege contra la comedia. Al contrario, a veces la provoca.


Tomemos a Marcel Proust, ese hombre tan dado a lo eterno, que escribía sobre el tiempo como si fuera un espejismo dilatable. Resulta que Proust, hipocondríaco recalcitrante, solía hacer algo que ya entonces rozaba lo ridículo: se envolvía en varias mantas y salía con sombrilla cuando el sol caía. Una vez, en un encuentro con un amigo, se negó a dar la mano por miedo a los gérmenes. Pero lo memorable no es eso, sino que el mismo día escribió una carta donde hablaba de la “fuerza del contacto humano”, como si lo hubiera experimentado de primera mano. Y es que, como ya intuía Shakespeare (otro que, por cierto, firmaba de seis formas distintas su propio nombre), los escritores a menudo escriben sobre lo que no han vivido. O no del todo.



Volvamos ahora los ojos hacia Oscar Wilde. En una ocasión fue arrestado, como se sabe, no por sus obras sino por su vida, que en su caso venían a ser casi lo mismo. Cuando la policía fue a buscarlo al hotel, sus amigos le rogaron que escapara por la puerta trasera. Wilde, con ese aplomo de quien nunca ha llevado calzoncillos corrientes, respondió: “El teatro ha sido siempre mi debilidad. Prefiero hacer mi entrada en escena”. Y así, entre aplausos de la posteridad, bajó las escaleras para ser arrestado. Hay algo de trágico en ello, sí, pero también una comicidad casi aristofánica: el hombre que se sabe protagonista incluso en su caída.



Otra historia que podría haber salido de la pluma de Italo Calvino –pero que es, al parecer, real– involucra a Víctor Hugo. En cierta ocasión, su editor, harto de esperar la continuación de Los Miserables, le envió un telegrama con un solo carácter: “?”. Hugo respondió con otro: “!”. No está claro si se trató de una humorada, una resignación o una estrategia de marketing avant la lettre. Pero lo cierto es que la concisión puede ser la más literaria de las formas del silencio.




Y luego está Dostoyevski, que no era precisamente un humorista. Pero hay que decir que el hombre tenía un sentido del patetismo tan exacerbado que a veces resultaba cómico. Se cuenta que en un viaje por Europa, mientras jugaba compulsivamente a la ruleta (el destino, ese otro narrador de lo inevitable), perdió todo su dinero y, al volver al hotel, le dijo al botones: “No tengo con qué pagarle, pero he escrito algo esta mañana que quizá algún día valga más que todo esto”. Nadie sabe si el texto era El jugador o una nota de suicidio inacabada. Pero el botones, que no entendía ruso, simplemente le sonrió y le ofreció un cigarro. A veces la literatura se salda con una sonrisa y un poco de humo.




Por último, permitidme mencionar a Kafka. El gran Franz, cuya vida fue una sucesión de burocracias oníricas y enfermedades mal curadas, tenía un sentido del humor tan secreto que apenas dejó constancia de él. Pero Max Brod, su inseparable amigo y traidor literario (¿quién publica lo que le han pedido quemar?), contaba que Kafka reía hasta las lágrimas al leer en voz alta La metamorfosis. Reía, según Brod, especialmente con la frase “Se despertó Gregorio Samsa convertido en un insecto monstruoso”. Tal vez porque comprendía que la tragedia, bien mirada, es siempre una forma de comedia mal entendida. O porque sabía, como todos los grandes escritores, que el mundo no se toma en serio a sí mismo. Solo nosotros lo hacemos.

Y es que el escritor, ese animal a menudo autoproclamado lúcido, no deja de ser un hombre como cualquier otro: propenso a la vergüenza, el error y el malentendido. La diferencia es que lo escribe. Y al escribirlo, nos hace creer que lo ha hecho a propósito. Como si tropezar con una piedra fuese un acto estético. Tal vez lo sea.

Y eso –querido lector que, como el autor, no cree del todo en los finales concluyentes– ya es bastante risa para hoy.