Joaquin Rivera Chamorro La Guerra Civil Española Contada con un Detenimiento Como Jamás Antes te la Habían Contado

                       

   

                      


En un mundo donde la historia se cuenta, la mayoría de las veces, desde los despachos o las cátedras universitarias, Joaquín Rivera Chamorro decidió escribirla desde las trincheras. Primero con botas de campaña, y más tarde con la pluma, como si entre ambas hubiera un diálogo inevitable. Porque en el fondo, su vida es eso: una conversación entre el deber del soldado y la curiosidad del historiador.

Rivera Chamorro sirvió durante más de tres décadas en el arma de Ingenieros del Ejército de Tierra español. En su hoja de servicios figuran ocho misiones internacionales: Bosnia, Kosovo, Líbano, Afganistán… nombres que evocan la geografía del conflicto contemporáneo, pero también la fragilidad del orden mundial. Allí aprendió que la historia no se entiende del todo desde los mapas ni desde los libros, sino desde el barro, el miedo y la incertidumbre de las decisiones humanas.

Esa experiencia no lo convirtió en un nostálgico del uniforme, sino en un curioso del tiempo. Por eso, al colgar el fusil, no se despidió de la guerra: la estudió. Obtuvo un Máster en Paz, Seguridad y Defensa por el Instituto Universitario Gutiérrez Mellado, y se adentró en los senderos menos transitados de la historia militar española. Hoy, mientras prepara su tesis doctoral sobre “militarismo y nacionalismo catalán entre 1876 y 1936”, Chamorro es un investigador que ha aprendido a escuchar los ecos de la historia sin dejarse deslumbrar por sus gestas. De esas escuchas nació La Guerra Civil que vino de África (La Esfera de los Libros, 2025), un ensayo en el que desmenuza un fenómeno tantas veces mencionado como pocas veces comprendido: el peso de los “africanistas” en el estallido de la Guerra Civil.

A través de una escritura clara y precisa, Rivera Chamorro reconstruye cómo una generación de oficiales endurecidos por las campañas de Marruecos se convirtió, sin saberlo, en el germen del conflicto que incendiaría España en 1936. No lo hace desde el juicio moral, sino desde la anatomía del destino: cómo una guerra colonial puede incubar otra civil, cómo la experiencia del mando, la jerarquía y la violencia pueden transmutarse en ideología.

Su mirada no es la del académico distante. Es la del testigo que comprende la tensión entre la obediencia y la conciencia, entre la patria y la política.
“Los generales que forjaron su destino en África —parece decirnos Rivera— no sólo regresaron con cicatrices, sino con una forma de mirar el mundo que marcaría la historia de España durante medio siglo.”Rivera Chamorro pertenece a una estirpe poco común: la del militar que se pregunta por las causas, no sólo por las órdenes. Su pensamiento, más que reivindicativo, es analítico. Busca comprender el engranaje invisible que une el poder, la nación y la identidad.

Su investigación sobre el militarismo y el nacionalismo catalán en el tránsito del siglo XIX al XX aborda un tema espinoso con serenidad: cómo las ideas de patria y ejército convivieron —a veces en conflicto, a veces en alianza— con las aspiraciones de autogobierno y afirmación nacional.
No es un relato de vencedores y vencidos, sino de tensiones, de matices, de silencios. Es, en el fondo, una reflexión sobre la fragilidad del Estado moderno cuando las lealtades se dividen entre la bandera y la tierra.Pero Rivera Chamorro no se limita a las bibliotecas. En su canal de YouTube —seguido por cientos de miles de personas y con más de doce millones de visitas— combina historia militar, geopolítica y reflexión contemporánea. Habla con serenidad y precisión, sin grandilocuencia ni artificio.

Cada vídeo es una pequeña clase magistral en la que se mezclan el rigor y la experiencia. Habla de Ucrania y de Marruecos, de Afganistán y de Cataluña, de Clausewitz y de la prensa del siglo XIX. Su voz, grave y templada, se ha convertido en una referencia para quienes buscan entender el presente sin perder la perspectiva del pasado.

A través de ese trabajo divulgativo —y de sus colaboraciones en medios como E-Notícies— ha logrado algo poco común: acercar la historia militar a un público general sin convertirla en espectáculo. Ha demostrado que se puede hablar de defensa y seguridad sin caer en el belicismo, y que se puede estudiar la guerra desde el respeto, no desde la fascinación.Su obra, sin embargo, no se limita al dato ni al archivo. Rivera Chamorro escribe con la conciencia de quien ha visto lo mejor y lo peor del ser humano. Su tono no es el del patriota ciego, sino el del humanista que sabe que las naciones son construcciones tan frágiles como las personas que las habitan.

En su manera de narrar se percibe una preocupación ética: cómo se construyen las lealtades, cómo se fabrican los héroes, cómo se justifican las guerras. Hay en su escritura una suerte de compasión intelectual por los hombres de uniforme —los de ayer y los de hoy—, atrapados entre el deber y la historia.no es sólo un historiador ni sólo un militar retirado. Es un narrador de los pliegues del tiempo, un explorador de las causas invisibles que moldean las sociedades.

Su obra une lo que tantas veces la academia separa: la experiencia vivida y la reflexión crítica. Desde las dunas del Rif hasta los archivos del Instituto Gutiérrez Mellado, su camino traza una idea sencilla y poderosa: que la historia, si no se comprende, se repite.

Y acaso por eso escribe, habla, enseña.cPorque sabe que cada país necesita, de vez en cuando, un soldado que mire hacia atrás no para combatir, sino para comprender. No es sólo un historiador ni sólo un militar retirado. Es un narrador de los pliegues del tiempo, un explorador de las causas invisibles que moldean las sociedades.

Su obra une lo que tantas veces la academia separa: la experiencia vivida y la reflexión crítica. Desde las dunas del Rif hasta los archivos del Instituto Gutiérrez Mellado, su camino traza una idea sencilla y poderosa: que la historia, si no se comprende, se repite.





        

El Café Gijón, esos cafés europeos del pasado que eran lugares bohemios y llenos de tertulias culturales, canallescas, políticas y pícaras.

 


Aquí, donde la Gran Vía tiembla de coches y nostalgia, aún queda un rincón donde el tiempo se sirve en taza blanca, con cucharilla temblando. El Café Gijón no es un café: es una patria. Una república de tertulia, con constitución de mármol y olor a café cargado con resaca de tinta. Es un reflejo de la vieja Europa, ilustrada y no tanto,  que empieza a diluirse como el azucarillo en un café cargado. Cargado de globalismo, en una epidemia de pérdida de identidad y costumbres definidas, una manera de entender la vida antes de ser diseccionada por las franquicias globales, el turismo masivo, y la inmigración teledirigida. 

Uno entra al Gijón como quien entra a una novela que aún no ha escrito. Porque este café no se bebe: se redacta. Está escrito en servilletas, en las esquinas donde se escondió Cela, en los espejos que devuelven no reflejos, sino memorias. Los camareros son como personajes secundarios de una novela de Baroja: serios, discretos, sabios. Saben más de literatura que muchos premios de editoriales.

Allí, en la mesa junto a la ventana, creo ver la sombra de Umbral con su bufanda de bufanda, como de personaje que viene del invierno literario. Está con la mirada perdida en las piernas de una musa que ya no pasa, y el cuaderno abierto como una herida. Lo imagino diciendo:
—Yo he venido aquí a hablar de mi café.

Y el café, amigos, no es el líquido, sino el templo. Porque el Gijón es el último confesionario laico de Madrid. Uno se sienta y empieza a hablar consigo mismo sin darse cuenta. A veces acude algún moderno con portátil y pretensión, pero el mármol, que ha oído los versos de Leopoldo Panero y las carcajadas tristes de Umbral, se ríe en silencio. Aquí no se viene a conectar al WiFi, sino al alma.

Han querido matarlo mil veces, al Gijón. Lo han cercado de franquicias y de turistas con mochilas como naves nodrizas. Pero el Gijón resiste, como resiste una palabra cuando el diccionario la quiere jubilar. Porque no es rentable, dicen. Porque no produce, murmuran. Pero nadie entiende que el Gijón produce lo que ya no se mide: ideas, artículos, novias fugaces, novelas comenzadas y nunca acabadas. Y, sobre todo, tiempo detenido. El Gijón produce Madrid, el de verdad, no el de escaparate.

En el Gijón nadie apura el café. Se deja enfriar como se enfría una vida que uno no quiere beber de golpe. La gente habla bajito, como si todavía estuviera vivo Valle-Inclán y pudiera escucharnos desde el fondo, con su bastón cruzado y su ceja arqueada. Porque aquí uno no alza la voz. Aquí uno escribe sin papel.

Y así seguirá, mientras queden cafés que no sean solo cafeterías. Mientras haya una mesa con sombra de escritor. Mientras el mármol conserve el eco de las palabras que no se dijeron pero se pensaron. El Café Gijón, como Umbral, no morirá nunca. Porque Madrid no se entiende sin su bufanda, sin su humo, sin su taza tibia al borde del invierno.




¿ Existe la Muerte? La Ciencia dispuesta a saltarse sus limitadas premisas empíricas de partida que tantas rigideces generan

 

LA BOMBA ATÓMICA QUE ESPAÑA ESTABA DESARROLLANDO, Y USA FRENÓ, EL PROYECTO ISLERO.

 



En plena Guerra Fría, entre telones de secretos nucleares y ambiciones estratégicas, España se embarcó en un proyecto casi olvidado por el gran público: el Proyecto Islero, un intento del régimen franquista de desarrollar su propia bomba atómica. Aunque su nombre suene hoy a leyenda o a distopía científica, Islero fue una realidad que inquietó a más de un país... especialmente a Estados Unidos. Pero sobre todo a su gran aliado en el Norte de África desde el siglo XIX y la época del sultanato , Marruecos. 

¿Qué fue el Proyecto Islero?

El Proyecto Islero fue una iniciativa secreta impulsada por el gobierno de Francisco Franco en los años 60 y 70 con el objetivo de dotar a España de armamento nuclear. Su nombre hacía referencia al toro que mató al torero Manolete, una elección simbólica que aludía a fuerza y letalidad. El plan fue promovido principalmente por sectores militares y científicos del régimen que consideraban que una bomba nuclear posicionaría a España como una potencia respetada e independiente en el escenario internacional. En aquellos años no existía el complejo actual de convivencia en el gobierno con elementos militares, que no sólo actuaban como elementos de consulta, sino que influían proactivamente en estrategias geopolíticas. 

El proyecto contemplaba el desarrollo de una bomba nuclear aprovechando los recursos nacionales de uranio —particularmente en la zona de Andújar y Ciudad Rodrigo— y la capacidad técnica del Centro de Energía Nuclear de la Moncloa y el Centro de Investigaciones Energéticas, Medioambientales y Tecnológicas (CIEMAT). A pesar de la falta de experiencia directa, existía un núcleo de físicos y técnicos bien formados que podían, al menos en teoría, avanzar en el camino hacia la bomba. También los había en cohetería, y algunos físicos e ingenieros aeronáuticos formados en el centros tecnológicos de primer orden, en el extranjero. 

Obstáculos técnicos, diplomáticos y estratégicos

Desde un inicio, el proyecto se enfrentó a desafíos de enorme magnitud. España no disponía de la tecnología ni de los recursos que otras potencias nucleares tenían a su disposición. A esto se sumaba un factor determinante: la presión internacional, especialmente la de Estados Unidos.

En el marco del Tratado de No Proliferación Nuclear (TNP), firmado por muchas potencias para evitar la expansión de armas nucleares, la comunidad internacional (y en especial EE.UU.) consideraba intolerable que un país como España —gobernado además por una dictadura— se dotara de armamento atómico.

La mano (y el veto) de Estados Unidos

Estados Unidos jugó un papel crucial en frenar el Proyecto Islero. A través de vigilancia diplomática, informes de inteligencia y presión económica, Washington logró que el proyecto español quedara en el limbo. El acuerdo de cooperación militar con EE.UU. firmado en 1953 (Pactos de Madrid) y sus renovaciones sucesivas, otorgaban a EE.UU. influencia militar y estratégica en suelo español a cambio de apoyo económico y militar. A partir de los años 60, con España buscando legitimidad internacional, Estados Unidos aprovechó esa dependencia para condicionar el desarrollo nuclear español.

De hecho, se ha documentado que en más de una ocasión, representantes de la administración estadounidense advirtieron al gobierno de Franco de que una bomba española tendría consecuencias severas, entre ellas sanciones diplomáticas, aislamiento internacional y posible ruptura de la cooperación militar.

Finalmente, con la muerte de Franco y la transición democrática, España firmó en 1987 el TNP y se alejó definitivamente de cualquier ambición nuclear militar.

El Proyecto Islero es un ejemplo paradigmático de cómo la ingerencia de una superpotencia puede condicionar las aspiraciones estratégicas de un país soberano. Si bien se puede argumentar que evitar la proliferación nuclear es deseable para la paz global, también es cierto que algunos países (como Israel, Pakistán o India) han logrado desarrollar arsenales atómicos sin mayores consecuencias, mientras que otros fueron detenidos por la presión de las potencias dominantes. España siempre fue un país, que por su ubicación geográfica privilegiada, y ser tierra de paso desde grandes vuelos oceánicos y sus escalas necesarias, cumplía un importante rol estratégico como península. Además de acceso al mediterráneo en una amplia línea de costa, así como al océano Atlántico desde diferentes puntos.   

En el caso de España, la relación con Estados Unidos en la segunda mitad del siglo XX fue ambigua: por un lado, beneficiosa en términos económicos y militares, pero por otro, limitante en cuanto a autonomía estratégica. La negativa estadounidense al desarrollo atómico español formó parte de una política más amplia para mantener el equilibrio de poder bajo su control. Y sin molestar a su otra gran aliado en la zona, que era el reino de Marruecos, ante un Egipto hostil, y una Argelia independiente cada vez más próxima a la Unión Soviética. España era considerada una pieza geográfica a ser utilizada en conflictos futuros, y a un puente logístico estratégico para la flota naval y aérea de la OTAN. Cierta soberanía estratégica para España, suponía una seria amenaza. Y el almirante Carrero Blanco, sucesor de Franco, estaba dispuesto desde su casticismo y patriotismo a no aceptar órdenes de nadie, más allá del jefe del estado. Probablemente, esa actitud le costaría la muerte, en un atentado con un importante tufo de operación combinada de varios servicios secretos extranjeros. Donde la CIA tuvo el máximo protagonismo, y utilizó a la banda terrorista ETA en el operativo.  Henry Kissinger estaba en España, unos días antes del atentado, y había tenido una última entrevista con Carrero Blanco. Probablemente como última oportunidad para que recapacitara.  

Hoy, la historia del Proyecto Islero sigue siendo un capítulo poco conocido pero revelador de las tensiones entre soberanía nacional, ambiciones tecnológicas y control geopolítico. También plantea preguntas incómodas: ¿Qué países pueden decidir libremente su desarrollo militar? ¿Dónde está el límite entre cooperación internacional e injerencia externa?



                              Henry Kissinger y Francisco Franco días antes del atentado a Carrero Blanco.