En el crematorio hubo solo doce personas, incluyendo a Hans Albert Einstein, Helen Dukas, Otto Nathan y cuatro miembros de la familia Bucky. Nathan recitó unas cuantas líneas de Goethe, y luego llevó las cenizas de Einstein al cercano río Delaware, donde fueron esparcidas.«Ningún otro hombre ha contribuido tanto a la vasta expansión del conocimiento en el siglo XX —declararía el presidente Eisenhower—. Pero tampoco ha habido ningún otro hombre más modesto en la posesión de ese poder que es el conocimiento, ni más consciente de que el poder sin sabiduría resulta mortífero». Al día siguiente el New York Times publicó nueve artículos más un editorial sobre su muerte: «El hombre se alza en esta diminuta tierra, contempla la miríada de estrellas, los ondulantes océanos y los susurrantes árboles, y se pregunta asombrado: ¿qué significa todo esto?, ¿de dónde ha salido? El hombre con mayor capacidad de asombro y reflexión que ha aparecido entre nosotros en tres siglos ha fallecido en la persona de Albert Einstein».
Einstein había insistido en que se esparcieran sus cenizas a fin de que el lugar de su último descanso no se convirtiera en objeto de mórbida veneración. Pero hubo una parte de su cuerpo que no se quemó. En un drama que parecería ridículo si no fuera tan macabro, el cerebro de Einstein acabaría siendo una reliquia ambulante durante más de cuatro décadas. Unas horas después de su muerte, un patólogo del hospital de Princeton, Thomas Harvey —un cuáquero provinciano de carácter afable y una visión difusa de la vida y la muerte— realizó lo que se suponía que había de ser una autopsia rutinaria. Mientras el afligido Otto Nathan observaba en silencio, Harvey fue sacando e inspeccionando cada uno de los órganos principales de Einstein, para acabar finalmente empleando una sierra eléctrica para cortarle el cráneo y sacarle el cerebro. Cuando volvió a coser el cuerpo, decidió, sin pedir permiso a nadie, dejar fuera el cerebro de Einstein y embalsamarlo. A la mañana siguiente, en una clase de quinto curso de la escuela de Princeton, el profesor les preguntó a sus alumnos qué noticias habían oído aquel día. «Einstein ha muerto», dijo una chica, ansiosa de ser la primera en dar aquella información. Pero pronto perdería el protagonismo ante un chico más bien callado que se sentaba en las últimas filas. «Mi papá tiene su cerebro», declaró. Nathan se horrorizó cuando se enteró de aquello, al igual que la familia de Einstein. Hans Albert llamó al hospital para quejarse, pero Harvey insistió en que el estudio del cerebro podría tener un gran valor científico. Es lo que habría querido Einstein, añadió. Su hijo, que desconocía qué derechos legales y prácticos podía tener en la materia, acabó cediendo. Harvey no tardaría en verse acosado por gente que quería el cerebro de Einstein, o al menos una parte de él. Fue convocado a Washington para entrevistarse con oficiales de la unidad de patología del ejército estadounidense; sin embargo, y pese a sus demandas, se negó a mostrarles su preciada posesión. Para él su custodia se había convertido en una especie de misión. Finalmente decidió pedirles a unos amigos de la Universidad de Pensilvania que convirtieran parte el cerebro de Einstein en rodajas microscópicas de modo que lo metió, cortado a trozos, en dos botes de cocina de cristal, y se lo llevó en la parte trasera de su Ford. Con los años, en un proceso que sería tan ingenuo como extravagante, Harvey iría enviando rodajas o trozos de lo que quedaba del cerebro a los investigadores que le cayeran en gracia. No exigió ningún estudio riguroso, y durante años nadie publicó ninguno. Mientras tanto, Harvey dejó el hospital de Princeton, se separó de su esposa, volvió a casarse un par de veces, y se trasladó de New Jersey a Missouri, y luego a Kansas, a menudo sin dejar su nueva dirección, y acompañado siempre de los fragmentos que le quedaban del cerebro de Einstein.
De vez en cuando, un periodista redescubría la noticia y encontraba la pista de Harvey, causando un pequeño revuelo mediático. Steven Levy, que por entonces trabajaba en New Jersey Monthly y más tarde lo haría en Newsweek, le encontró en 1978 en Wichita, donde le enseñó un bote de conserva de cristal con trozos del cerebro de Einstein, que sacó de una caja con una etiqueta que rezaba «Sidra Costa» y que guardaba en un rincón de su despacho detrás de una nevera de picnic de color rojo.Veinte años después, Harvey fue localizado de nuevo, esta vez por Michael Paterniti, un escritor de estilo conmovedor y poco convencional que trabajaba para Harper’s, y que convirtió su viaje en un Buick alquilado a través de Estados Unidos con Harvey y el cerebro en un artículo premiado, y luego en un libro que sería un éxito de ventas, Viajando con Mr. Albert. Su destino era California, donde fueron a hacerle una visita a la nieta de Einstein, Evelyn, que estaba divorciada, tenía un empleo precario y se esforzaba en luchar contra la pobreza. A ella los paseos de Harvey con el cerebro le parecían horripilantes, pero tenía especial interés en un secreto que este podía guardar. Ella era la hija adoptada de Hans Albert y su esposa Frieda, pero el momento y las circunstancias de su nacimiento resultaban confusos. Había oído rumores que la hacían sospechar de que era posible, solo posible, que en realidad fuera hija del propio Einstein. Había nacido tras la muerte de Elsa, cuando Einstein pasaba su tiempo con distintas mujeres. Tal vez había sido el resultado de una de aquellas relaciones, y luego él había dispuesto que Hans Albert la adoptara. En colaboración con Robert Schulmann, uno de los primeros editores de los papeles de Einstein, esperaba ver qué podían averiguar estudiando el ADN de su cerebro. Por desgracia, resultó que el método que había empleado Harvey para embalsamar el cerebro hacía imposible la extracción de ADN aprovechable, de modo que sus dudas jamás se verían resueltas. En 1998, después de cuarenta y tres años como guardián ambulante del cerebro de Einstein, Thomas Harvey, que entonces tenía ochenta y seis años de edad, decidió que había llegado el momento de ceder aquella responsabilidad a otro. De modo que llamó a la persona que en aquel momento ejercía su antiguo trabajo como patólogo en el hospital de Princeton y se lo dejó a ella.[De las docenas de personas a las que Harvey entregó trozos del cerebro de Einstein a lo largo de los años, solo tres publicaron estudios científicos significativos. El primero lo realizó un equipo de Berkeley dirigido por Manan Diamond. En él se informaba de que un área del cerebro, que formaba parte de la corteza parietal, albergaba una proporción de lo que se conoce como células gliales superior a la de neuronas. Según los autores, esto podía indicar que las neuronas empleaban y necesitaban mayor energía. Un problema de ese estudio era que en él se comparaba el cerebro de Einstein, un cerebro de setenta y seis años, con otros once de hombres que habían muerto a una media de edad de sesenta y cuatro. No había otros genios en la muestra para ayudar a determinar si los hallazgos seguían una pauta. Y había asimismo otro problema fundamental; dada la imposibilidad de seguir el desarrollo del cerebro a lo largo de toda una vida, no estaba claro qué atributos fisicos podían ser la causa de una mayor inteligencia y cuáles, en cambio, podrían ser el efecto de años y años de usar y ejercitar determinadas partes del cerebro. Un segundo artículo, publicado en 1996, sugería que la corteza cerebral de Einstein era más fina que la de otros cinco cerebros de muestra, y que la densidad de sus neuronas era mayor. Una vez más, la muestra era reducida, y las evidencias de una posible pauta resultaban incompletas. El artículo más citado fue el elaborado en 1999 por la profesora Sandra Witelson y un equipo de la Universidad McMaster de Ontario. Harvey le había enviado un fax espontáneamente ofreciéndole muestras para su estudio. Aunque era ya octogenario, condujo él mismo hasta Canadá transportando un trozo del cerebro de Einstein que equivalía aproximadamente a una quinta parte de este y que incluía el lóbulo parietal. Cuando se comparó con los cerebros de otros treinta y cinco hombres, el de Einstein resultó tener un surco mucho más corto en un área de su lóbulo parietal inferior, que, según se cree, es clave para el pensamiento matemático y espacial. Su cerebro también era un 15 por ciento más ancho en esa región. El artículo especulaba con la posibilidad de que esos rasgos hubieran producido circuitos cerebrales más ricos e integrados en la zona. Pese a todo esto, la verdadera comprensión de la imaginación y la intuición de Einstein no vendrá de andar hurgando en sus patrones de glías y de surcos. La cuestión relevante es cómo funcionaba su mente, no su cerebro. La razón que el propio Einstein daba con más frecuencia para explicar sus logros mentales era su curiosidad. Como diría hacia el final de su vida: «Yo no tengo ningún talento especial; solo soy apasionadamente curioso». Quizá ese rasgo sea el mejor punto de partida a la hora de examinar los elementos de su genio. Así, estaba presente cuando era un niño enfermo en cama y trataba de averiguar por qué la aguja de la brújula señala hacia el norte. La mayoría de nosotros recordamos haber visto aquellas agujas girando hasta situarse en la posición correcta, pero pocos pasamos a preguntamos con pasión cómo puede funcionar un campo magnético, con qué velocidad puede propagarse o cómo podría interactuar con la materia. ¿Cómo sería viajar a toda velocidad con un rayo de luz? Si nos movemos por un espacio curvo del mismo modo en que un escarabajo se mueve por una hoja curva, ¿cómo lo notamos? ¿Qué significa afirmar que dos acontecimientos son simultáneos? La curiosidad, en el caso de Einstein, no provenía solo del deseo de cuestionar lo misterioso, sino que —lo que resulta más importante— provenía también de una capacidad de asombro casi infantil que le llevaba a cuestionar lo familiar, aquellos conceptos con los que, como él mismo diría en cierta ocasión, «el adulto normal nunca se estruja la cabeza». Él podía contemplar hechos conocidos y extraer ideas que escapaban a la observación de otros. Ya desde Newton, por ejemplo, los científicos sabían que la masa inerte era equivalente a la masa gravitatoria. Pero Einstein supo ver que eso significaba que existía también una equivalencia entre gravedad y aceleración que abría la puerta a una explicación del universo.Uno de los principios de la fe de Einstein era que la naturaleza no estaba agobiada por atributos extraños. Por lo tanto, la curiosidad debía tener un propósito. Para Einstein, esta existía porque creaba mentes que cuestionaban, que producían una apreciación del universo que él comparaba con los sentimientos religiosos. «La curiosidad tiene su propia razón de ser —explicaba en cierta ocasión—. Uno no puede por menos que sentir admiración cuando contempla los misterios de la eternidad, de la vida, de la maravillosa estructura de la realidad».Desde el primer momento, la curiosidad y la imaginación de Einstein se expresaron sobre todo a través del pensamiento visual —imágenes mentales y experimentos mentales—, antes que verbalmente. Ello incluía la capacidad de visualizar la realidad física que describían las pinceladas de las matemáticas. «Detrás de una fórmula él veía de inmediato su contenido físico, mientras que para nosotros seguía siendo una fórmula abstracta», recordaba uno de sus primeros alumnos. Planck ideó el concepto de los cuantos, que él consideraba sobre todo un artilugio matemático, pero fue Einstein quien comprendió su realidad física. A Lorentz se le ocurrieron las transformaciones matemáticas que describían los cuerpos en movimiento, pero fue Einstein quien creó una nueva teoría de la relatividad basándose en ellas. Cierto día, en la década de 1930, Einstein invitó a Saint-John Perse a Princeton para averiguar cómo trabajaba el poeta. «¿Cómo surge la idea de un poema?», le preguntó. El poeta le habló del papel que desempeñaban la intuición y la imaginación. «Lo mismo le ocurre al hombre de ciencia —respondió Einstein encantado—. Es una iluminación repentina, casi un éxtasis. Es cierto que luego la inteligencia analiza y los experimentos confirman o invalidan la intuición. Pero inicialmente se produce un gran salto adelante de la imaginación».Había cierta estética en el pensamiento de Einstein, cierto sentido de la belleza. Y él consideraba que uno de los componentes de la belleza era la simplicidad. Así, se había hecho eco de la sentencia de Newton de que «a la naturaleza le agrada la simplicidad» en el credo que declaró en Oxford el mismo año en que dejó Europa para trasladarse a Estados Unidos: «La naturaleza es la realización de las ideas matemáticas más simples concebibles».
A pesar de la «navaja de Ockham» y de otras máximas filosóficas en la misma línea, no hay ninguna evidente de que tal cosa sea cierta. Así cómo es posible que Dios realmente pueda jugar a los dados, del mismo modo también lo es que pueda deleitarse en complejidades bizantinas. Pero Einstein no pensaba así. «A la hora de construir una teoría, su planteamiento tenía algo en común con el de un artista —decía Nathan Rosen, su ayudante en la década de 1930—. Él aspiraba a la simplicidad y a la belleza, y para él la belleza era, al fin y al cabo, básicamente simplicidad». Se convirtió en una especie de jardinero que limpiara de malas hierbas un macizo de flores. «Creo que lo que permitió a Einstein hacer tanto fue sobre todo una cualidad moral —decía el físico Lee Smolin—. Simplemente le preocupaba mucho más que a la mayoría de sus colegas el hecho de que las leyes de la física habían de explicar toda la naturaleza de forma coherente y consistente». El instinto unificador de Einstein estaba incardinado en su personalidad y se reflejaba en su postura política. Del mismo modo que aspiraba a una teoría unificada que en ciencia pudiera gobernar el cosmos, también aspiraba a una que en política pudiera gobernar el planeta, una que superara la anarquía del nacionalismo desenfrenado a través de un federalismo mundial basado en principios universales. Quizá el aspecto más importante de su personalidad fue la voluntad de ser un inconformista. Era aquella una actitud que celebraría en un prólogo que escribió, hada el final de su vida, a una nueva edición de las obras de Galileo. «El tema que yo identifico en el trabajo de Galileo —decía— es la apasionada lucha contra cualquier clase de dogma basado en la autoridad». Tanto Planck como Poincaré y como Lorentz se acercaron a algunos de los avances que hiciera Einstein en 1905. Pero se vieron demasiado limitados por el dogma basado en la autoridad.
Einstein fue el único de ellos que se mostró lo bastante rebelde como para prescindir del pensamiento convencional que había definido la ciencia durante siglos. Este jovial inconformismo le hacía retroceder ante la visión de los soldados prusianos marchando a paso militar. Asimismo, esa perspectiva personal se convertiría también en una perspectiva política. A Einstein le ponía los pelos de punta cualquier forma de tiranía sobre las mentes libres, desde el nazismo hasta el estalinismo, pasando por el macartismo. Su credo fundamental era que la libertad constituía la savia de la creatividad. «El desarrollo de la ciencia y de las actividades creativas del espíritu —decía— requiere una libertad consistente en la independencia del pensamiento con respecto a las restricciones del prejuicio autoritario y social». Y creía que alimentar esa independencia había de ser el papel fundamental del gobierno y la misión de la educación. Había un sencillo conjunto de formulas que definían la perspectiva de Einstein. La creatividad requería estar dispuesto a no conformarse. Lo cual, por su parte, requería alimentar mentes libres y espíritus libres, y ello, a su vez, exigía «un espíritu de tolerancia». Y la base de la tolerancia era la humildad, la creencia de que nadie tenía derecho a imponer ideas y creencias a otros. El mundo ha visto un montón de genios insolentes. Pero lo que hacía especial a Einstein era el hecho de que su mente y su alma se veían atemperadas por su humildad. Podía mostrarse serenamente confiado en su solitaria carrera y, al mismo tiempo, humildemente maravillado ante la belleza de la obra de la naturaleza. «Un espíritu se manifiesta en las leyes del universo; un espíritu inmensamente superior al del hombre, y uno ante el que nosotros, con nuestros modestos poderes, debemos sentimos humildes —escribió—. De ese modo la actividad de la ciencia lleva a una clase especial de sentimiento religioso». Para algunas personas, los milagros son evidencias de la existencia de Dios. Para Einstein era la ausencia de milagros la que reflejaba la divina providencia. Era el hecho de que el cosmos resultara comprensible, de que siguiera leyes, lo que suscitaba admiración. Esa era la cualidad definitoria de un «Dios que se revela en la armonía de todo lo que existe». Einstein consideraba que ese sentimiento de reverencia, esa religión cósmica, era la fuente de todo arte y ciencia verdaderos. Y era lo que a él le guiaba. «Cuando juzgo una teoría —decía—, me pregunto si, en el caso de que yo fuera Dios, habría dispuesto el mundo de esa manera». Y era también lo que le daba su hermosa mezcla de confianza y asombro. Einstein era un solitario vinculado íntimamente a la humanidad, un rebelde imbuido de reverencia. Y fue así como aquel imaginativo e impertinente funcionario de patentes se convirtió en el adivino que leería los pensamientos del creador del cosmos, en el cerrajero que abriría los misterios del átomo y del universo.
Paulina y Hermann Einstein
En una foto de estudio en Munich, Einstein a los catorce
años
En la escuela de Aarau, 1896
Con Mileva Maric, c. 1905.
Con Mileva y Hans Albert. 1905
Eduard, Mileva y Hans Albert
Con Conrad Habicht (izquierda) y Maurice Solovinc
de la Academia Olimpia, c. 1902
Anna Winteler Besso v Michele Besso
En la oficina de patentes de Berna durante el
«año milagroso» de 1905
En Praga, 1912
Marcel Grossmann, quien le ayudó con las
formulas matemáticas tanto en clase como en la relatividad general
Paseando con Madame Curie en Suiza, 1913
Con el químico Fritz Haber, asimilacionista y
mediador en su matrimonio, julio de 1914
Bajo la atenta mirada del líder sionista Chaim
Weizmann en Nueva York, abril de 1921
Encuentro con la prensa en Nueva York, 1930.
Con Elsa en el Gran Cañón, febrero de 1931
El Congreso Solvay de 1911
El Congreso Solvay de 1927
Recibiendo la medalla Max Planck de manos del
propio Planck. 1929.
En Leiden: detrás. Einstein. Ehrenfest y De
Sitter: delante. Eddington y Lorentz: septiembre de 1923.
Con Paul Ehrenfest y el hijo de este en Leiden
Niels Bohr y Einstein hablando de mecánica
cuántica en casa de Ehrenfest, en Leiden, 1925, en una foto hecha por el propio
Ehrenfest.
De vacaciones en el Báltico. 1928
Conectando con el cosmos
Con Elsa y su hija Margot. Berlín, 1929.
Margot e Ilse Einstein en la casa de Caputh, 1929
En Caputh con su hijo Hans Albert y su nieto
Bernhard, 1932
En el Observatorio Monte Wilson, cerca del
Tecnológico de California. descubriendo que el universo se expande, enero de
1931
Navegando contra el viento, estrecho de Long
Island, 1936
Recibiendo a Hans Albert a su llegada a Estados
Unidos. 1937
Margot, Einstein y Helen Dukas haciendo el
juramento de ciudadanía estadounidense, octubre de 1940
Recibiendo un telescopio en el jardín trasero del número 112 de Mercer
Street, bajo el ventanal abierto en su estudio
Con Kurt Gödel en Princeton. 1950
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